Por Gaby Montiel
Cuando llegué la isla estaba de luto, las calles vacías, el malecón silencioso y los autos apenas se movían; la noche se sentía insegura, pero no; era yo, yo era la temerosa, pues me había llevado conmigo a mi patria, ese México “lindo y querido” que se suele mentar en canciones, porque de vivirse se adivinaría un territorio matizado en el que a diario hay que vivir como un refugiado si es que se quiere sobrevivir de la “mejor” manera.
Esto quizá sea para muchos una completa exageración de las circunstancias; claro, no les han matado a un familiar en el transporte público, no los han agarrado como “chivo expiatorio” para cerrar un “caso” o por lo menos anotar en un oficio que han cumplido con sus labores, no los han secuestrado, ni apuntado con un arma, no les han sacado el celular o la cartera en el metro, nunca han sido discriminados, ni señalados, ni violentados por la policía, etcétera.
Bueno, a quien no le haya pasado nada de esto, mis palabras podrían ser una completa exageración; allá ustedes si quieren seguir leyendo.
Ahí estaba el mar cubano resonando a todo lo que daba en aquella noche, la primera de su luto nacional, y ahí estaba yo, separada de México, pensándole constantemente, recordando sus sombras, reviviendo miedos. Se me dijo; ¡Aquí olvídate, puedes caminar tranquilamente, aquí nunca pasa nada, es muy raro que pase algo malo…!, y ahora que lo pienso, en su momento pensé que podrían estar exagerando, ellos estaban exagerando las circunstancias; pero claro, salir a la calle, caminar horas, meterte a callejones oscuros, preguntar por calles demostrando que no sabes dónde estás, hacer eso y mucho más sin importar la hora ¿y que no te pase nada?, vivir un poco más tranquilo, con un ritmo de vida enfocado en la mera supervivencia, bueno, ¿estar tranquilo, viviendo con lo mínimo indispensable?, eso sonaba simple, una cosa cualquiera que puede tener cualquiera que así lo disponga; pero la verdad es que no, el ser humano en su complejidad se somete a sí mismo a una serie de inconsistencias, de contradicciones y de sistemas de pensamiento de los que a veces no tiene escapatoria.
Permíteme ser un poco más clara; allá en la isla respiré un aire que no conocía, es un aire totalmente desconocido que me partió el alma; en la generalidad se respiraba “unidad”, un pueblo digno que gritó y ha gritado: “Y cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla”, lo gritaron en la plaza de la revolución en la habana y sentí vergüenza, estallaban los recuerdos de todas las injusticias mexicanas y de los silencios de mi pueblo, la impotencia que ¡estoy segura! hemos vivido todos; lloré conmovida por ser testigo de algo tan importante y significativo para Cuba y para el mundo, porque significa mucho; la humanidad posee una historia impresionante, ser testigo de los duelos de otra nación hace que te confrontes, que te encuentres contigo mismo desde lejos; es un ejercicio de empatía nacional, éramos dos mexicanos conectados por un sentimiento similar de impotencia, conmovidos hasta las canillas por las consignas, por la dignidad y por la profunda tristeza que respiramos en México, por pertenecer a una raza que lleva encarnada la condición de esclavo, de conquistado, de pisoteado y servil, pero con una fe que le hace creer que “ya merito” todo mejora, todo se compone, “ya merito” vendrá la recompensa por haber aguantado el martirio y entonces todos habrían de iluminarse agradecidos y convencidos de que nada dependía de ellos sino de las circunstancias, del destino o de cualquier fantasma al que le hayan atribuido milagritos en la época en cuestión.
Caminé horas y horas, dormí en un autobús, hablé con mucha gente, aunque debo decir que más bien los escuchaba hablar mucho más de lo que ellos a mí; en aquel momento yo me volvía muda, observé las calles, me adapté a su ritmo y construí una confianza que no tenía; confiar en las calles, en las personas, en la bondad de los extraños fue una confrontación bastante dura.
Crecimos con la ley del “chingar” como diría Octavio Paz y parafraseándolo un poco; el mexicano se siente tan “chingado” (jodido) y a la vez tan “chingón” (indestructible, poderoso), que no pierde la mínima oportunidad para “chingar” (destruir) a alguien más, ejerciendo un podercito que le haga sentir relevante y significativo en su andar cotidiano, siempre ha de llevar la delantera; claro, siempre y cuando no se trate de luchar por sus derechos y por los de su pueblo. Con esto no quiero decir que en México la clase de humano que lucha por su pueblo no existe; claro que existe y a través de la historia hemos tenido importantes figuras de verdadera lucha y algunos aún con haber perdido la batalla siguen existiendo a través de su legado; pero no es suficiente para el mundo de las contradicciones y menos para un país tan diverso y mocho como el mío.
Allá en Cuba me fui a encontrar con algo que ya sabía que tenía pero que me costaba aceptar; la soledad, somos un pueblo solo; un pueblo amorosísimo, pero amoroso como lo decía Jaime Sabines; “…los amorosos esperan, no saben qué esperan, pero esperan…”
El humano es tan complejo, somos tan ridículamente complejos, y en efecto, he de aceptar que estamos solos, sin dios y sin diablo.
